Y otra vez los rayos imprescindibles de calor golpean mi piel. Es que el sol está allá arriba iluminándolo todo, es un dios para mí, mi dios. Siento su amor, semejante al de cualquier madre, que me cobija bajo su encantadora sensación de luminosidad. Ese amor que todos los días está presente en mí, desde que abro mis ojos hasta que la noche viene a reemplazarlo.
Me acomodo y relajo en la arena que se presenta tan suave para mis pies descalzos. Estos pies que se sienten libres de una vez, que escapan del repudio de la sociedad que tan mal los ve cuando estos caminan sobre la calle desnudos, como debería ser. Siento esos pedazos de rocas triturados cosquillear mi piel, jugar con ella, invitarla a regocijarse en los condominios de lo natural. Ese colchón de diminutas partículas es el mejor que he probado en toda mi vida, mi cuerpo se acopla y encuentra una moldura perfecta para poder experimentar el sentimiento de confort máximo.
La suave brisa acompaña esta odisea acariciando mi cuerpo de forma ligera, ingresando en mí, formando una sola persona, una sola cosa, un solo ser natural. Un encuentro de almas separadas, un retorno temporal a los orígenes de nuestra especie. Dos almas separadas se reencuentran, y el río conforma el fondo perfecto de este precioso momento. Ese lecho de agua dulce descansa tranquilo allá atrás y deja entrever un sentimiento de paz y tranquilidad que hoy en día no se ve tan seguido. Mi vista nunca encontró un retrato tan reconfortante como este, el sol refleja su calor y luz en la superficie del agua y genera un efecto casi enceguecedor en mí. Una ceguera temporal, creo ya la única que me produce placer, me permite desconectarme un rato y darle un poco de respiro a mis ojos que tanta desgracia y sufrimiento ven hoy en día.
Es hora de acercarme al río. Un pie primero, el otro después. Me voy adentrando en la inmensidad de este caudal de agua fresca y rejuvenecedora. Y empiezo a sentir el líquido fluyendo por mis piernas, luego por mi pecho, y luego el sonido ensordecedor y tranquilizador de vacío se hace presente en mi cabeza, pienso, me descargo, grito, y todo se reduce a un simple burbujeo. Qué simple. Qué lindo.
Saco mi cabeza de abajo del agua y la sacudo para secar un poco mi pelo. Y allá se va. Mi dios, mi sol, se aleja, el día se apaga, la vida persiste en lo oscuro y desconocido. Esa imagen es digna de ser fotografiada y encuadrada, el sol se une con la infinidad del río, se refleja en él, forman un solo paraíso terrenal. Y la noche se acerca, y la noche me dice que mañana de nuevo sale el sol.